23, diciembre, 2024
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A 18 años, se vuelve a preguntar: ¿qué hicieron con Jorge Julio López?

Foto Enfoque Rojo
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Nota introductoria: este artículo se publicó originalmente en 2023. Sólo se modificaron algunos detalles que hacen a la actualidad. Por temporalidad, no hay referencias al gobierno de Javier Milei y Victoria Villarruel. Pero nada salva a la gestión de La Libertad Avanza de las mismas críticas realizadas a sus antecesores, con el agravante de que se trata de un gobierno plagado de negacionistas del genocidio y cuya vicepresidenta figuraba en la agenda personal de Miguel Etchecolatz, el genocida protagonista directo de esta historia.


Este miércoles se cumplen dieciocho años de un hecho que hiere de gravedad al relato que cierta parte del peronismo buscó construir respecto a su compromiso con el proceso de memoria, verdad y justicia en Argentina. La desaparición forzada de Jorge Julio López, cometida la mañana del 18 de septiembre de 2006 en La Plata, es la expresión flagrante del doble discurso oficial y de la voluntad del kirchnerismo de ocultar y mentir en pos de la “gobernabilidad”.

La pregunta que titula esta nota tiene tácitos sujetos diversos. ¿Qué hicieron con Jorge Julio López quienes lo volvieron a secuestrar en plena “democracia”? Pero también, ¿qué hicieron en estos dieciocho años los responsables de encontrarlo vivo y sano? ¿Y qué hicieron quienes debían investigar a fondo lo que pasó con el albañil de 77 años que se aprestaba a presenciar la condena a su torturador de treinta años atrás? ¿Y las empresas periodísticas que generan y marcan agenda, qué hicieron con él? ¿Y los organismos de derechos humanos? ¿Y vos?

Contradicción aparente

No podríamos siquiera intentar responder esas preguntas si no recordáramos que la segunda desaparición de López contiene una “contradicción” de origen. Contradicción aparente, se aclara. Por un lado, es un crimen atroz cometido ante las narices del sistema político y judicial bonaerense, de cuya organización La Plata es más que una capital. A López lo chuparon cuando salía de su casa, como lo hacía cada día, pero nadie desconocía que ése no era un día más.

Aquella mañana López salió con dirección a la sede municipal, donde se había adaptado una sala para las audiencias del juicio contra Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los capos de los centros clandestinos de detención de la región. Mano derecha de Ramón Camps, el criminal estaba al frente de la Dirección de Investigaciones de la Policía Bonaerense. Él mismo comandaba sesiones de tortura a mujeres (lo que incluía abusos sexuales), muchas de ellas embarazadas, hombres, jóvenes y ancianos. López atestiguó sobre ello. Fue destinatario de las torturas de Etchecolatz.

La contradicción aparente es que, pese a ser un crimen cometido en el centro político de la provincia, pasaron dieciocho años y no hay un solo sospechoso imputado. Menos aún una reconstrucción de hechos que permita saber cuál fue el destino del hombre que sólo quería un poco de justicia. Desde hace varios años, la única “acción” del Estado sobre el caso es el ofrecimiento de una recompensa a quien “aporte información que esclarezca la desaparición”. Parece una broma. Por esa “información” alguien podría ganar hasta $ 5 millones.

El ofrecimiento de recompensa en casos de este tipo, generalmente, lo único que aporta es datos y denuncias falsas que derivan en el malgasto de tiempo y recursos, con tramiteríos innecesarios y operativos inconducentes. En el caso de López, en tantos años, abundaron esos fiascos y a la vez no hubo un solo llamado que brindara alguna pista seria, por mínima que fuera, para llegar a la verdad.

Volvamos a las preguntas. Planteemos algunas coordenadas para responderlas.

¿Qué hicieron?

López fue un testigo clave para condenar a Etchecolatz. El juicio se había abierto tras las anulaciones de las alfonsinistas leyes de Obediencia Debida y Punto Final. A propuesta de Patricia Walsh, diputada de izquierda e hija de Rodolfo Walsh, en agosto de 2003 el Congreso deshizo lo que había promulgado dos décadas atrás. Nada se entendería sin las jornadas revolucionarias de diciembre 2001, cuando el régimen político burgués se cagó en las patas, renovó su personal y durante un buen tiempo repartió gestos progres a lo pavote.

Anuladas esas trabas jurídicas muchos sobrevivientes, familiares de víctimas y organismos de derechos humanos comenzaron la larga marcha por los tribunales denunciando, atestiguando, querellando y logrando condenas contra genocidas que llevaban años gozando del perdón “constitucional”. Uno de esos juicios emblemáticos es el que se le hizo en 2006 a Etchecolatz, acusado de asesinar a Diana Teruggi de Mariani, a Ambrosio De Marco, a Patricia Dell’Orto, a Elena Arce, a Nora Formiga y a Margarita Delgado; y de secuestrar a Nilda Eloy y a Julio López.

Las audiencias se desarrollaron entre junio y septiembre de ese año en el salón dorado de la Municipalidad. El Tribunal Oral Federal 1 de La Plata había dispuesto ese recinto dada la cantidad de público que quería presenciarlas. El juicio había captado la atención de buena parte de la sociedad. Además de tener en el banquillo a un genocida paradigmático, cada testimonio desnudaba más y más atrocidades cometidas en nombre de la patria “occidental y cristiana”.

Mientras López, Eloy y abogadas querellantes como Myriam Bregman, Liliana Mazea y Guadalupe Godoy daban batalla en la sala de audiencias, afuera las organizaciones de derechos humanos, sociales y la izquierda acompañaban activamente. Pero en paralelo a la expectativa popular por encarcelar al asesino, en la calle también pasaban cosas menos entusiasmantes.

Aparato represivo

Finalizada la dictadura, miles de torturadores y asesinos de la talla de Etchecolatz se reciclaron en “democráticos” custodios de las instituciones. Muchos de ellos fueron ascendiendo y durante las décadas siguientes pasaron a conducir las fuerzas represivas. Los más nostálgicos se resistieron a abandonar el gatillo fácil y las torturas, engrosando las listas de caídos por la llamada “violencia institucional”. La gran mayoría se fue “jubilando”, con abultadas remuneraciones por los servicios prestados, y hoy pasean a sus nietos o a sus perros en los parques.

Según informó el entonces ministro de Seguridad provincial, León Arslanián, al momento de hacerse el juicio seguían en funciones más de 9.000 efectivos de la Bonaerense que habían participado del genocidio. Una quinta parte del total de la fuerza. Ellos, junto a las nuevas generaciones formadas en la misma escuela, veían con preocupación la suerte de Etchecolatz y otros “héroes”. No pocos estaban dispuestos a colaborar en cualquier empresa que se propusiera venganza.

A esa composición del aparato represivo hay que sumar que desde hacía rato la Policía Bonaerense se sentía “empoderada”. En 2004, por iniciativa del presidente Néstor Kirchner, el Congreso había votado las “leyes Blumberg” que endurecían como nunca el Código Penal. Apoyado en la desgracia sufrida por el hijo del falso ingeniero fascista Juan Carlos Blumberg, el Gobierno aplicaba recetas punitivistas (que nunca resuelven nada). Así, daba a las policías más poder para controlar y reprimir capilarmente a los sectores populares. Pese a los discursos, la Bonaerense seguía siendo todo lo maldita que podía ser.

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También por esa época empezaban a pulular agrupamientos “civiles” progenocidio, camuflados en la supuesta búsqueda de la “memoria completa”. Aunque tortuoso y a cuentagotas, el avance de los juicios había puesto nerviosa a la familia militar-policial-penitenciaria. De esas madrigueras pestilentes salió a la palestra política una joven abogada, hija, nieta y sobrina de militares que fundó el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv). Era Victoria Villarruel, ayer asidua visitante de Jorge Rafael Videla y hoy vicepresidenta de la nación. La misma cuyo nombre y teléfono quedó estampado en la agenda personal de Etchecolatz.

Ése era el contexto y el escenario en el que desapareció Jorge Julio López. Tanto Kirchner como el entonces gobernador Felipe Solá y el intendente Julio Alak mintieron al mostrarse sorprendidos y hasta conmovidos por tamaño crimen cometido en el corazón político de la provincia más grande del país. Ninguno desconocía ni ese contexto ni ese escenario.

Tampoco desconocían que el relato de López (dado en 1999 en los llamados “juicios por la verdad” y en 2005 en la instrucción de esta causa) ponía contra las cuerdas a Etchecolatz. Ni que el testigo había podido contar todo aquello después de dos décadas de silencio (aún intrafamiliar). Pero la única red de protección de López era la de sus propias compañeras y compañeros de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, de las abogadas de Justicia Ya! y de otras organizaciones solidarias.

La mañana del 18 de septiembre López salió de su casa del barrio de Los Hornos. Se había comprometido a presenciar la audiencia de alegato de sus abogadas. También pensaba ir el día siguiente a escuchar la sentencia. Pero no llegó. La demora se convirtió en sospecha y Bregman, Godoy, Mazea y la incansable Adriana Calvo lanzaron la alerta de la desaparición. El acierto de aquella temprana denuncia de un puñado de luchadoras contrasta con dieciocho años de impunidad garantizada por el Estado.

Muchos pormenores de las condiciones en las que se produjo el secuestro y de las derivaciones políticas y judiciales pueden leerse en libros como Desaparecer en democracia de Adriana Meyer y Los días sin López de Luciana Rosende y Werner Pertot. En La Izquierda Diario este cronista junto a Andrea López hicimos este resumen sobre el crimen que el Estado se negó a investigar. A efectos ilustrativos, mencionemos apenas dos hechos que sintetizan mucho.

Primero, que durante los 600 días posteriores a la desaparición, la causa judicial no pasó de una “averiguación de paradero” y la “investigacion” estuvo en manos de la propia Policía Bonaerense. El viejo truco de investigarse a sí mismos. Todo avalado por el Gobierno, que dejó hacer por abajo lo que negaba por arriba.

Segundo, cómo olvidar las palabras de Aníbal Fernández, hoy ministro de Seguridad y entonces ministro del Interior, quien pactaba “gobernabilidad” con Solá, Arslanián y los comisarios mientras auguraba que López podía estar escondido “tomando el té con una tía”.

¿Qué más hicieron?

De un lado, los cultores de los chupaderos setentistas secuestrando a López. De otro lado, una masa de funcionarios de todos los poderes dejando hacer sin mover un dedo, mirando para otro lado o, directamente, colaborando en acallar lo que se sabía. Los gerentes del Estado, con apellidos que llevan dos décadas ocupando cargos, ni encontraron a López ni entregaron y juzgaron a sus verdugos. Quienes gobernaron durante los últimos dieciocho años hicieron todo para que López no aparezca. Ni vivo ni muerto.

Mucho menos investigaron y esclarecieron las decenas de amenazas, intimidaciones y agresiones que recibieron testigos y referentes de la lucha por los derechos humanos durante los meses siguientes a la desaparición de López. No caben dudas de que el Celtyv de Villarruel u otros antros prodictadura brindaron su colaboración para más de una de esas acciones clandestinas bajo amparo policial.

Entre los hechos más graves de esa seguidilla estuvieron las desapariciones del albañil Luis Gerez en Escobar (del 27 al 29 de diciembre de 2006) y de Juan Puthod en Zárate (durante más de 24 horas a fines de abril de 2008), otros dos sobrevivientes y testigos de crímenes de lesa humanidad que volvieron a ser secuestrados y torturados. Ambos hechos nunca fueron esclarecidos.

Y no se puede dejar de mencionar el crimen de Silvia Suppo en marzo de 2010. También sobreviviente del genocidio, su testimonio fue clave para condenar en 2009 a genocidas de Santa Fe, entre ellos el exjuez federal Víctor Brusa. En 2018, ya fallecida, su caso fue el primero por el que se consiguió una condena por aborto forzoso como delito de lesa humanidad.

Meses después de la sentencia contra Brusa y otros represores, Suppo murió tras recibir siete puñaladas mientras atendía su pequeño comercio del centro de Rafaela. Los jóvenes sicarios Rodolfo Cáceres y Rodrigo Sosa se autoinculparon y fueron condenados a perpetua. Nunca se avanzó sobre los policías santafesinos que borraron pruebas ni sobre los instigadores del crimen político.

El 25 de octubre de 2014 terminaba otro juicio contra Etchecolatz en La Plata, acusado de crímenes cometidos en La Cacha, uno de los Centros Clandestinos de Detención que condujo. Mientras se leía el veredicto, el genocida levantó la mirada desafiante hacia los familiares de sus víctimas y a los organismos de derechos humanos. Allí estaba, entre otres, Estela de Carlotto. Etchecolatz sacó de uno de sus bolsillos un pequeño papel doblado y lo desplegó lentamente. El fotógrafo de Télam Leo Vaca capturó la escena. En el papel estaban escritas las palabras “Jorge Julio López” y “secuestrar”. El episodio tampoco fue investigado.

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Cuando la impunidad se hace callo en el cuerpo social, no deberían extrañar ciertas desorientaciones y desvíos. Como la de la propia familia de López, que culpó de lo ocurrido a quienes lo habían acompañado en la querella. Contra el alegato de las abogadas de Justicia Ya!, la esposa y los hijos de López presentaron una denuncia penal donde afirmaban que él “jamás militó en ninguna agrupación subversiva, ni en ninguna banda de delincuentes” (sic, en referencia a Montoneros) y que a lo sumo “su concurrencia a una unidad básica de Los Hornos estuvo vinculada a actividades comunitarias”. Probablemente desconocían que el mismo López, en su declaración, reivindicó su militancia política.

Aquella denuncia fue en 2008, cuando aún la “investigación” estaba a cargo de la Bonaerense a las órdenes del juez Arnaldo Corazza. Recién en 2014 las abogadas de López fueron absueltas. Pero el daño estaba hecho. Más allá de las motivaciones de la familia, lo cierto es que se prestaron a una estrategia reaccionaria comandada por los abogados Alfredo Gascón Cotí y Hugo Wortman Jofré, dos experimentados cuervos del poder. Por caso, supieron defender a Ernestina Herrera de Noble, Héctor Magnetto y Bartolomé Mitre, CEOs de Clarín y La Nación, imputados en la causa “Papel Prensa” por delitos de lesa humanidad.

Gascón Cotí también asesoró a un jerarca de la ex Propulsora Siderúrgica de Ensenada, acusado de “marcar” trabajadores que luego desaparecieron. A su vez, desde hace años recibe suculentos honorarios de Daniel Scioli, a quien defendió en diversas causas, incluyendo una por lavado y defraudación de cuando era gobernador. Y hasta le armó la defensa al cura abusador de menores Eduardo Lorenzo, amigo de Alak y capellán del Servicio Penitenciario Bonaerense que en 2019, escapando de una orden de detención, se mató de un tiro en el pecho en la sede de Cáritas de La Plata. Nombres y apellidos que nunca dejan de cruzarse.

Ausencia en los medios y después

Además de desaparecer en 1977 y en 2006, desde hace dieciocho años Jorge Julio López viene estando ausente también en la agenda pública. Lógicamente, la conmoción social que generó su segundo secuestro contó con una gran cobertura mediática en los primeros tiempos. Por momentos era el tema excluyente de conversación.

Como pasa con todo en la industria periodística que necesita deglutir primicias a granel, los nulos avances investigativos fueron quitándole interés al caso. Pero sobre todo los empresarios de medios, que sabían de la gravedad del tema, por su alianza de clase con el régimen político coincidieron en hablar cada vez menos del asunto. Cuestiones de gobernabilidad.

Sólo los medios comunitarios y alternativos y la prensa de las organizaciones sociales y de la izquierda, no cooptadas por el kirchnerismo, mantienen hasta hoy el tema en agenda. Cada tanto en algún medio masivo aparece un titular referido al caso, pero enseguida pasa desapercibido entre las fake news y el farandulismo político. Muchos exfuncionarios de aquella época, algunos con nuevos cargos y más canas, deambulan por estudios y redacciones. Pero como ningún periodista les pregunta sobre López, nadie tiene nada que decir.

Tampoco se habla de Luciano Arruga (desaparecido en 2009), ni de Daniel Solano (desaparecido en 2011), ni de Viviana Luna (desaparecida en 2016), ni de Santiago Maldonado (desaparecido y muerto en 2017), ni de Rafael Nahuel (asesinado en 2017), ni de Facundo Astudillo Castro (desaparecido y muerto en 2020), ni de Magalí Morales (asesinada en 2020), ni de Alejandro Martínez (asesinado en 2021), ni de Daiana Abregú (asesinada en 2022), ni de Facundo Molares (asesinado en agosto de 2023); algunos pocos nombres de una larguísima lista de víctimas de un mismo Estado “democrático”.

La segunda desaparición forzada de Jorge Julio López fue un test ácido para muchas y muchos que veían en el kirchnerismo una garantía de memoria, verdad y justicia. Dentro del movimiento de derechos humanos, integrado por sobrevivientes, familiares y nuevas generaciones militantes, hubo muchas y muchos que vislumbraron las mentiras entre las sombras. El caso planteaba, como pocas veces antes, la obligación de poner todos los recursos y las voluntades en pos de encontrar vivo al testigo y ajusticiar a sus desaparecedores.

También hubo quienes prefirieron no ver que ni Kirchner, ni Solá, ni Alak (hoy nuevamente intendente de La Plata) ni sus subordinados pasaron el nivel uno de ese test. Tampoco lo pasó Cristina Fernández, que en ocho años como presidenta y casi cuatro como vice nunca mencionó a López en ningún discurso. Menos todavía Scioli, impulsor de una Policía Bonaerense cada vez más criminal y hoy ministro del represor Javier Milei. Ni hablar Alberto Fernández y Axel Kicillof. Ni qué decir del expresidente Mauricio Macri, la exgobernadora María Eugenia Vidal y el exintendente Julio Garro.

López desapareció en medio de un complejo proceso de cooptación de algunos organismos de derechos humanos por parte del ala “progre” del peronismo. Como se dijo antes, diciembre de 2001 trastocó el Estado burgués y sus nuevos gestores debían mostrar “cambios”. La promoción de gestos “reparadores” y las promesas del fin de la impunidad encandilaron a muches que en poco tiempo pasaron de combatir la represión en las calles a buscar atajos en oficinas y despachos.

Es curioso que quienes abandonaron hace años aquellas peleas hoy no muestren más que temor ante la llegada de la ultraderecha al Gobierno. Curiosidad que se hace gracia al ver el camuflaje con el que en 2023, ante la amenaza electoral que significaba La Libertad Avanza, se quiso presentar a Sergio Massa como un defensor de los derechos humanos. Massa, sí, el mismo que según sus propios compañeros de coalición ayudó a armar las listas de Milei y Villarruel en varios distritos.

Hace dos años, cuando se cumplía dieciséis de la desaparición de López, la incansable Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora, gritó en la Ronda de los jueves: “Que se abran los archivos que están llenos de nombres de canallas genocidas que participaron del terrorismo de Estado, muchos de partidos políticos, por eso los mantienen bajo cuatro llaves. Las Madres no vamos a parar hasta que todos los genocidas estén presos”. Tenía enfrente a la Casa Rosada, en cuyos despachos el peronismo no paraba de gestionar la “miseria planificada”, como diría Rodolfo Walsh.

En marzo de 2023 Aníbal Fernández fue al Congreso a responder preguntas sobre lo que estaba pasando en Rosario en torno a los crímenes del narcotráfico. Cuando la diputada Myriam Bregman tomó la palabra, le dijo al ministro: “La impunidad sólo genera impunidad. Porque seguimos buscando justicia por Maximiliano Kosteki, por Darío Santillán y porque hace 16 años nos dijo que Julio López podía estar en la casa de la tía o abajo de un puente y no lo está. Nuestro compañero sigue desaparecido señor ministro. Lo pusieron a (Jaime) Stiuso, hicieron expedientes paralelos. Hicimos muy bien en salir a la calle a decir que Julio López estaba desaparecido. Porque, ¿sabe qué? Al día de hoy no sabemos qué pasó con nuestro compañero”. Como toda respuesta, Fernández ofreció su insultante desprecio.

Hoy López tendría 95 años. Siempre había sido un tipo sano y fuerte. De no haber sido secuestrado, probablemente estaría vivo. Probablemente también muchos de sus captores hayan muerto, aunque algunos más jóvenes sigan en funciones. Impunes. Etchecolatz murió en julio de 2022 en la cárcel, pero pagando penas por otras atrocidades, no por lo hecho en 2006 con el albañil que lo mandó por primera vez tras las rejas.

Pero en muchos despachos oficiales, ejecutivos, legislativos y judiciales, en muchas comisarías y dependencias represivas aún hay quienes sí saben qué hicieron con López. Y siguen callando.


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