Una cuenta atribuida al brillante estratega del Presidente, que no hace mucho modificó su perfil en X para evitar entre otras cosas proclamar a Javier Milei como un “emperador” –ahora simplemente lo homologa con el gran “libertador” sanmartiniano– recomendó por fin un texto de este diario, el primero que “vale la pena” leer de toda “la basura de LA NACION en décadas” (sic). Complacer el exigente gusto del avatar de Santiago Caputo no debería dejarnos indiferentes. El ensayo en cuestión está escrito con talento y prosa persuasiva por Alberto Ades, un abogado y economista que vive en Estados Unidos, que dice ser amigo del León y que recibió felicitaciones por parte de importantes funcionarios nacionales. Pero lo curioso no es nuestro colaborador, sino la relevancia que los “cerebros” del gobierno libertario le otorgan a sus argumentos. Se me disculpará, pero cuestionarlos con respeto y sin otro objetivo que sumar al debate, me resulta no solo un deber sino también una estimulante tarea intelectual.
Con las manos libres, los libertarios pueden desdeñar hoy de manera simplista todos los matices de la cronología democrática y también casi todas las experiencias históricas del siglo XX para proclamar su sentido refundacional
Se elogia allí, esencialmente, el formato que el Triángulo de Hierro le impuso a la praxis política: atender más a un núcleo duro fanatizado, épico y “heroico” que a un consenso abierto con fuerzas afines, porque este fracasó en su momento (Cambiemos) y porque las reformas tienden a suavizarse cuando hay que discutirlas con otros sectores representativos de la sociedad: el Congreso es un escollo a sortear, el bisturí no debe ser tímido porque el tumor es muy grande; la moderación no suma: frena, y la confrontación como método permanente no es un exabrupto emocional sino un grito necesario. “No se grita solo por indignación: se grita para gobernar –describe el autor de marras–. No se polariza solo por rechazo: también se polariza por diseño”. A esto se agrega que debe tensionarse el espíritu de las instituciones sin llegar a romper el sistema –jugar al fleje–, puesto que de lo que se trata es de quebrar las inercias y realizar mutaciones irreversibles. Ades explica que el Gobierno, a gran velocidad, busca resultados más que consensos, y que los primeros arrastren a posteriori a los segundos; desea que las reformas terminen institucionalizándose y que en algún momento las fricciones y la violencia verbal –útiles en la ruptura– sean por fin abandonadas. Y explica una “verdad incómoda para las democracias liberales”: en contexto de crisis crónica, el “conflicto controlado puede ser más eficaz que la conciliación ritualizada para fundar el orden”.
Como la negociación o el debate diluyen o atrasan la revolución libertaria hay que actuar rápido y como si este fuera un gobierno que instaura un régimen definitivo y sin vuelta atrás
Pocas veces un intelectual ha logrado fundamentar tan bien la visión del joven Caputo y las intuiciones de Milei. Una primera cuestión: no fracasó Cambiemos por las fatigosas concesiones internas o externas de toda coalición democrática ni por no haber operado un drástico y homérico ajuste inicial –no tenía espacio político ni mandato popular para hacerlo en aquel momento histórico–, ni por financiar –su única alternativa– el gradualismo con deuda –como le critican los kirchneristas–, sino por medidas macroeconómicas erradas y por renunciar a una narrativa eficaz, algo que el Mago del Kremlin enmienda pasándose tres pueblos y una gasolinera. Nueve años más tarde –súper inflación y pandemia de por medio– el escenario es completamente distinto y habilita una tolerancia colectiva al dolor que antes no había: escapar en helicóptero de la Casa Rosada en medio de un caos humeante incentivado por el peronismo y sobre un descontento social era entonces una posibilidad real y no una paranoia. Con las manos libres, los libertarios pueden desdeñar hoy de manera simplista todos los matices de la cronología democrática, y también casi todas las experiencias históricas del siglo XX, para proclamar su sentido refundacional. Este consiste en tener una verdad única y en apoyarse sobre una mayoría circunstancial para intervenir el disco rígido del país y modificar su matriz sin acordar nada con nadie. El Congreso es un escollo, salvo que se lo pueda dominar como hacía Cristina o como lo gestiona actualmente Orban: en modo escribanía (con perdón de los escribanos). No se trata, en esta coyuntura, únicamente de despreciar el parlamentarismo y asimilarlo al “curro de la casta”, sino de autoconvencerse de que los otros no merecen existir y que deben ser soslayados y sometidos. Como la negociación o el debate diluyen o atrasan la revolución libertaria hay que actuar rápido y como si este fuera un gobierno eterno que instaura un régimen definitivo y sin vuelta atrás. El camporismo y sus compañeros de ruta pensaban de manera similar: tenían una verdad única, una mayoría circunstancial, no reconocían como genuinas las ideas de los “gorilas” y pretendían crear un irreversible Nuevo Orden jurídico, político y económico. Cuando se profundiza ese criterio es obvio que se necesitan un proyecto hegemónico, décadas de poder continuado, anulación de la alternancia y una democracia iliberal: es decir, un sistema que desde lejos parezca un Estado de derecho, pero que visto de cerca funcione como un modelo feudal clásico: Néstor en Santa Cruz, Gildo en Formosa, Viktor en Hungría.
Quizá este sea el formato “superador” de la democracia occidental que se va implantando en el mundo, pero lo cierto es que nada tiene que ver con ella; más bien se encuentra en sus antípodas. ¿Cómo imaginan Milei y Caputo el futuro de la revolución libertaria, como el imperio romano? Bueno, solo con una hegemonía de larguísimo aliento y con la anulación de los ñoños remilgos republicanos –tarde o temprano la independencia judicial, por caso– estas laboriosas y diarias reformas de Federico Sturzenegger, que sin acuerdos ni consultas modifican el disco duro, evitarían ser anuladas y revertidas una a una por una facción de signo contrario, munido de su propia “verdad” exclusiva. En cuanto a la política de fricción –gobernar a los gritos y crear todo el tiempo enemigos– y al divisionismo permanente –la “virtuosa” polarización de diseño– me temo que siempre resulta un camino de ida y que lo contrario, cumplido los objetivos de ruptura, sea un traje que no le siente nada bien a un líder temperamental que confunde el deber con el goce, es decir: la racional estrategia de la enemistades continuas con una compulsión personal, y que se va cargando de odio a medida que gobierna: los éxitos no lo calman ni lo vuelven magnánimo, sino incluso más rencoroso y beligerante. Dicho todo esto, doctor Ades, puedo estar equivocado. Seguramente lo estaré.