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El relato populista que domina la política argentina

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La Iglesia y la ArgentinaAlfredo Sábat

¿La Iglesia contra Milei? Algunos lo dijeron, muchos lo pensaron tras la homilía del 25 de mayo en la Catedral. En realidad, el arzobispo evitó los tonos de barricada de su más ilustre predecesor: “El mensaje que compartiré quiere ser un aporte para la reflexión de todos”. Recatado en el tono, sin embargo, fue duro en el fondo. La intención política era clara.

Monseñor García Cuerva expuso el típico relato escatológico de la Iglesia. En los orígenes de la patria, dijo, el pueblo fue fiel a “nuestras raíces” y a los próceres que la “hicieron grande”. Forjada por la evangelización, la Argentina estaba impregnada de cristiandad. Pero pronto el pueblo puro cayó víctima de élites corruptas. La peor, la élite política: cuántos “años de promesas incumplidas y estafas electorales”. El diagnóstico es apocalíptico: “Nuestro país sangra”; fraternidad, tolerancia, respeto están “muriendo”; exclusión, narcotráfico, drogas, campan a sus anchas por doquier. Los golpes al Gobierno han sido fuertes y claros: “los jubilados merecen una vida digna”, “el terrorismo de las redes” crea un clima de “agresión constante” al “que piensa distinto”. No va: el apocalipsis exige redención, “Argentina, levántate”.

Santas palabras, nada que objetar. Algo, sin embargo, no cuadra. La Iglesia las dirigió similares a todos los gobiernos desde el retorno de la democracia. Cambian protagonistas y circunstancias, el relato no: semper idem. Contra Alfonsín por laicista, Menem por neoliberal, De la Rúa por inconducente, Kirchner por autoritario, Macri por insensible, Fernández por abortista. ¿Ahora le toca a Milei? Cómplice del estado catatónico de la oposición, ¿la Iglesia vuelve a ocupar su lugar?

Algunos dirán: cierto, la Iglesia tiene razón. De gustibus. Pero no es la cuestión si tiene razón o no. La cuestión consiste en si ese es su rol en el orden democrático de un Estado laico. El pueblo de Dios cuya inocencia invoca, en democracia es el pueblo constitucional que elige a la clase política que lo representa o gobierna. Al erigirse en portavoz contra los políticos y los gobiernos, la Iglesia gana popularidad, pero alimenta la cultura antipolítica que erosiona las instituciones republicanas.

Nada lo explica mejor que el ritual del 25 de mayo, el mayor ejemplo de la nociva relación entre política y religión en la Argentina. Aunque ampliado a las confesiones minoritarias, el Te Deum celebra el mito nacional católico, la unión de Dios y patria. Ahí el arzobispo juzga y sentencia desde el púlpito, las autoridades civiles son expuestas a la picota: un ritual humillante para los representantes del pueblo. Pero, ¿qué hacer con eso? Es una tradición. Una tradición cuestionable, que, como toda tradición, cambia de significado según el contexto. El clero patriota de la Revolución de Mayo luchó contra el absolutismo. Un siglo después, el clero nacionalista reivindicó el absolutismo católico frente al “laicismo”. ¿Qué tiene en común la Argentina de 2025 con la de 1810? ¿Qué queda de la fusión de nación y religión, ciudadano y feligrés? Ni siquiera la Iglesia es lo que era: la separación del Estado, anatema entonces, es ahora doctrina. ¿Por qué, entonces, preservar una tradición tan anacrónica?

Porque la Argentina, dice la Iglesia, repite la vulgata, es culturalmente católica. En su momento, el cardenal Bergoglio fue perentorio: la patria “tuvo madre” desde 1630, cuando en Luján “se detuvo” una imagen de la Virgen María. La Argentina era católica antes de nacer. ¿La independencia? Parto, no ruptura: el mantra de los viejos nacionalistas católicos. Liberales, masones, deístas, ilustrados: expulsados de la historia, demolidos por el revisionismo histórico. Funciona así: puesto que el pueblo es católico por cultura, católicas deben ser sus leyes y costumbres. ¿Cómo no deducir la primacía de la Iglesia sobre la República? ¿Del pueblo de Dios, de nuevo, sobre el pueblo constitucional? Vox Dei y vox populi, la Iglesia se erige así en columna vertebral del orden civil, además del religioso.

Nadie es tan tonto como para negar la profunda huella católica en la cultura argentina. Pero, ¿qué significa en concreto? ¿Hay una sola forma, la forma unívoca de un pueblo homogéneo de expresarla? ¿Cuál? ¿Quién la decide? ¿El Estado? ¿La Iglesia? ¿El Estado de la Iglesia? ¿La Iglesia del Estado? En democracia, el pueblo soberano. Pueblo del que la Iglesia inciensa la cultura pero censura las opciones políticas, como si aquella fuera ajena a estas y estas a aquella.

No es mi intención hacer anticlericalismo barato: la Iglesia es libre de expresarse como quiera sobre lo que quiera, obvio. A mi vez, soy libre de considerar perjudicial el ritual confesional del 25 de mayo. Perjudicial para la fe porque, degradada a identidad cultural, se presta a ser arma ideológica: ¡cuántas veces pasó! Y perjudicial para la democracia porque, invocando su primacía histórica, la Iglesia le disputa al pueblo, cavándole el suelo bajo los pies. No es casualidad que la democracia prospere allí donde la esfera política es autónoma de la espiritual y muera allí donde esta última engulle a la primera.

No es todo, falta la última y crucial pieza. El legado nacionalcatólico sería inofensivo si todos no lo montaran. Obtusa o temerosa, cínica u oportunista, la clase política ama delegar sus responsabilidades en la Iglesia, utilizarla como ariete contra el gobierno de turno. Sólo para padecer, una vez en el poder, el mismo trato. Un drama: ¿cómo conservar su legitimidad ante quien predica sin gobernar, critica sin proponer, condena sin ser expuesta al voto?

No dudo de la sinceridad democrática de la Iglesia. Aprecio la apelación episcopal a la “responsabilidad”. Pero creo que subestima las consecuencias del mito nacionalcatólico. El papel que le confiere la convierte en un factor de poder. Nacido religioso, el relato escatológico se convierte en político. Y como relato político, es el típico relato populista: pueblo puro, élites corruptas, apocalipsis, redención, tierra prometida. El relato que domina la política argentina.


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