Cuando Uruguay contrató a Marcelo Bielsa decíamos que divide a los argentinos: despierta fanáticas adhesiones y enfáticas descalificaciones. Esto solía ceñirse a polémicas sobre su, digamos, fundamentalismo táctico versus su estilo abiertamente ofensivo y protagónico.
En el propio periodismo, oficio por cuyos cultores el rosarino profesa en general bastante desprecio, se da una escisión parecida. Entre aficionados y críticos, hay quienes llegaron a ver durante un año partidos del Ascenso de Inglaterra para poder seguir a su Leeds United. Y hay quienes nunca le perdonarán que Argentina haya vuelto en primera fase del Mundial 2002 con un plantel poblado de estrellas internacionales.
Pero si algo no se ponía en duda eran otras valencias personales de Bielsa, cosas que tenían que ver con su integridad como hombre, con su honestidad, con los valores de vida que pregonaba en su discurso y proyectaba en su interacción diaria con sus dirigidos.
Las cosas que Lucho Suárez, renunciante reciente a la Celeste, dice sobre Bielsa son fortísimas y sorprendentes. Algunos jugadores han recelado de decisiones de su entrenador, hubo episodios aislados con José Luis Calderón, años después con Crespo, comprensibles en jugadores que se sintieron relegados por elecciones propias del puesto de director técnico.
Pero casi todos sus futbolistas hablan maravillas de él, de su trato con todos por igual, de cómo los ayudó a mejorar, de su sensibilidad con la gente. Lo que viene ahora a denunciar Suárez es que esto no es así, que es diferente su discurso de cómo actúa, que destrata a jugadores y empleados, que el clima en la concentración uruguaya es opresivo.
No estamos allí para confirmar o desmentir al goleador histórico. Pero tampoco salimos del asombro: el Bielsa que describe no se parece en nada al que creemos conocer.
Las repercusiones en Uruguay.
El rosarino, en el reciente partido contra Paraguay (foto Eitan Abramovich / AFP).
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