Como tantos otros hombres, mi papá quería un varón. No tuvo suerte en concebirlo, pero él, que era obrero del pan y además de la vida, me hizo a su imagen y semejanza. Difícil para un trabajador de tiempo completo moldear a sus hijos en los ratos que le quedan y por eso, para su tarea de creador, me incorporó a su sagrado ritual de los lunes: la pesca. Esos encuentros me dejaron, además de dedos pinchados por bagres y anzuelos, un profundo amor por el río y la soledad. En los silencios floreció una idea de libertad con infinitas formas.
¿Cuánto vale hoy, que el tiempo se fuga con mayor prisa cada vez, ese escondite donde el día se espesa? Hoy, que las horas no alcanzan y la quietud pareciera desgano, la pausa puede ser el refugio, y el silencio, descanso.
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Durante años hubo un rato del domingo, ya caído el sol y el día, en que mi papá, el Pelu, como le decían, se sentaba en la cocina cerca de alguna luz y armaba sus líneas de pesca. De una valija amarilla sacaba tanza con la que trenzaba plomadas y anzuelos, anzuelos y boyas. Después las enroscaba con cuidado en un trozo de telgopor para guardarlas en una caja más grande.
Cuántas veces habré contemplado esta escena, que cuando la pienso me trae la pesadez de las tardes en que no queda más que hacer que prepararse para la semana. Mi viejo era panadero y los lunes, francos en el oficio, salía de madrugada a pescar a un campo de Magdalena. A veces me dejaba acompañarlo.
La adultez propone una mirada comprensiva sobre los que nos criaron. Entender la falta —de tiempo, de palabras— no implica —necesariamente— romantizar la ausencia de un padre. Por el contrario, ayuda a conocer al villano, a desarmar al héroe, y viceversa. Encontrar al hombre detrás del hombre.
Claro que no entiende de eso una nena de diez años que necesita la palabra guía, menos una adolescente que rechaza naturalmente las reglas como único gesto. Pero la adultez da perspectiva y es desde allí que lo observo parado, con el agua del río a la cintura; veo al hombre en silencio.
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Casi no dormía los lunes que tenía la suerte de inmiscuirme en la intimidad de mi padre. Practicaba un sueño liviano que me permitiera escucharlo levantarse de madrugada, hacer el mate y calentar el motor de la camioneta mientras subía las cañas. Al menor ruido yo saltaba de la cama y me abrigaba. Salíamos antes que el sol.
Para llegar al río había que atravesar un campo con infinitas tranqueras. A mitad del camino parábamos en una casa amarilla a dejar una bolsa de pan, galleta, facturas, pandulces o roscas según la época. Mi viejo bajaba y yo me quedaba en la camioneta, una F-100 azul perlada que siempre olía a pan y gasoil. Lo esperaba sola o con Cacho, un viejo que a veces nos acompañaba.
Cacho andaba siempre con un Gancia abajo del brazo, unos Viceroy en el bolsillo y uno en la boca. Tenía una sola caña de pesca de bambú que era más larga que las demás y al lado de las de fibra parecía artesanal. Pocos bagres y una vieja de agua fue lo único que lo vi pescar. Menos la vieja, se comía todo lo que salía. Los días que nos acompañaba, mi papá le daba cuanto hubiera pescado y él se iba feliz a preparar milanesas para la semana. Sonreía con unos pocos dientes que le quedaban y en las mejillas se le estiraban las arrugas, no se ponía colorado porque ya era su piel algo violácea de tanto tiempo y tanto vino.
Una sola caña tiraba él, y cuatro mi papá. Entre cada una dejaba unos cincuenta metros. Para tirar se metía en el río hasta las rodillas o un poco más, y en un revoleo aeróbico hacía volar la plomada hasta una profundidad cercana. Si me acercaba lo suficiente podía escuchar el silbido de la tanza cortando el viento, pero por precaución aprendí a tomar distancia. Tan bien había entendido la necesidad del sigilo para la tarea que una vez me arrimé demasiado sin que él lo notara y terminé con el anzuelo enganchado en la campera. No me dijo nada cuando se dio vuelta, me miró solamente, cómo solía hacer cuando desaprobaba algo.
Así como Cacho, a veces venía Carlos, obrero de la panadería. Un tipo tímido que hablaba poco y cuando lo hacía revelaba enseguida su acento correntino y una sonrisa incompleta. Se iba Carlos lejos a tirar la caña. “El negro tira para el dorado, por eso nunca saca nada”, me dijo un día mi viejo mientras asaba carne en una parrilla apoyada en la tierra.
Mientras él cocinaba y Carlos buscaba allá lejos su dorado, yo me iba a recorrer. El campo parecía eterno, entre los sauces y los ceibos. Miles de serpientes y otros bichos se arrastraban en la oscuridad de las plantas buscando calor y comida, podía imaginarlos. Del otro lado, el Río de la Plata en su mayor esplendor, con el sol encima, haciendo honor al nombre.
El río era puro ruido cuando crecía, pero al retirarse dejaba una playa ancha de arena marrón y barro. Se llevaba el crujido del agua revuelta en la orilla. Tan lejos se iba que se escuchaban los juncos rozándose entre sí. Más de una vez vi pasar al galope grupos de caballos que aprovechaban los metros de playa. Las crines largas y algo en el trote les daba un aspecto salvaje, dueños de todo lo que pisaban.
A la distancia también podía escuchar las voces si eran fuertes, y una me llamaba. Estaba la comida.
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Pescábamos esporádicos lunes durante todo el año. Nunca nos frenó el invierno. A veces, si hacía mucho frío, el Pelu se iba rápido de casa, antes de que me despierte. Nunca sabré si era en realidad el fresco lo que lo convencía de dejarme o simplemente sus ganas de estar solo. Solo sin mí, sin Cacho ni Carlos ni nadie. Tan solo que si cuando se encajaba —porque en el campo había barros profundos— debía recurrir a su ingenio, ya que no había quien lo ayudase a empujar. No existía un celular para pedir ayuda ni señal para abastecer al aparato. Nada ni nadie, salvo uno mismo.
La soledad por sí sola puede ser aburrida, pero descubrí que, sometida a la aventura en donde ningún cálculo es confiable, el cuerpo vibra. Lo entendí esos días que mi viejo volvía después de luchar durante horas para arrancarle una rueda al barro. Llegaba exultante, ni quejoso ni empacado, feliz. Así, el vértigo que regala la incertidumbre de la soledad también se me volvió atractivo.
Con el tiempo me animé a ir más y más lejos en el monte mientras los peces se enganchaban solos en nuestros anzuelos. Me llevaba un cigarrillo a escondidas y caminaba con el sol en los hombros los kilómetros que hiciera falta para sentirme tan sola como fuera posible.
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Pocas sensaciones resultan tan difíciles de describir como la de la vibración de la tanza entre los dedos cuando hay pique. Casi imperceptible a la vista, o fácilmente confundible con el movimiento que se traslada de la marea al extremo de la caña. Hace falta un silencio adecuado para sentir en las yemas la desesperación del animal atrapado. No es ausencia de ruido y no es calma solamente, es serenidad, silencio de pescador.
Así era mi padre y más, tanto que algún día comencé a creer que pescaba para callar al mundo adentro y afuera. Me enseñó sobre ese lenguaje de gestos, a veces a la distancia miraba la punta de la caña doblarse apenas, y yo esperaba su señal para juntarla. “Dale”, me decía nomás, y me dejaba traer lo que el río ofreciera. Algas, ramas, una bolsa y eventualmente la suerte de un pejerrey. Con el tiempo aprendí a callarme para oír.
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No siempre fue el río nuestro escenario. En vacaciones de verano teníamos destino fijo en Mar de Ajó y San Bernardo. No es lo mismo tirar la caña en la playa kilométrica que se descubre cuando el río se retira que desde el muelle de hormigón, sobre la violencia del mar. Otras son las plomadas, los tiempos, los cielos y hasta los bichos. De los seis días que nos íbamos, los seis él pescaba. Poco antes de su muerte el Pelu se compró una reliquia 4×4 para dejar de encajarse en las calles arenosas de Punta Médanos o Nueva Atlantis. Aunque no llegó a estrenarla.
Cuando tenía la suerte de que me invitara, íbamos al muelle. “Con esta luna no vamos a sacar nada”, avisó la última vez que compartimos el ritual. Yo ya no era una nena, pero siempre me angustiaron sus malos vaticinios. Ese día no sacamos nada para la parrilla, pero fue una pesca para el recuerdo.
Mi viejo fumaba un Parliament atrás de otro, con una pierna apoyada en la baranda atento a la caña. Yo luchaba contra la ansiedad de quedarme callada para no confundir cualquier tironcito con un pique, hasta que lo sentí. Me vibró en la mano la vida de un animal que comía la carnada del otro lado del hilo. Pegué el tirón y el Pelu me miró juzgándome apresurada. Junté apenas, esperé y otra vez, el pique. Volví a tironear, la caña se doblaba como si en el extremo hubiera un toro y no un pescado. “Ya la enganchaste de nuevo, a ver, dame”, me dijo, y yo me defendí “picó y sigue picando, mirá”. Agarró la línea y empezó a juntarla mientras yo enrollaba con el reel. De repente le cambió la cara “es cierto, hay algo”, se rió con el pucho en la boca. Juntos trajimos al animal.
Él sin duda esperaba una corvina o algo similar, yo esperaba tener razón y que hubiera un pez. La gente se acercó a ver la hazaña y uno dijo “¿que enganchaste, pibe?”. “No se habla señor cuando se pesca”, puede que haya pensado. No sé si fue esa u otra vez que me confundieron con un varón que mi papá aclaró “es una nena”, y a mí me gustó la sorpresa de esa gente cuando descubrió que las nenas también podían pescar y hacer silencio como algunos hombres fuertes.
La luna llena no nos permitió esa noche resolver el almuerzo del otro día, pero la aventura valió la pena. A la tierra, cuando pudimos finalmente juntar sin cortar la línea, trajimos una raya mediana. El animal se ponía paralelo a la superficie del agua y así aumentaba su peso, de modo que uno podía esperarse algo espectacular, carnoso, de esos bichos que son para una foto. Y no, aunque nos regaló una anécdota que contar. Esa fue la última vez que compartimos la pesca.
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Un día a mis 18 años mi papá se murió. Un infarto masivo le cortó el aire y lo obligó al silencio. Pocas veces volví a arrimarme a una orilla con la esperanza de sentir el pique entre los dedos, el hilo que me ató a una naturaleza nueva que ahora llevo conmigo. El río y el sol de febrero todavía me traen las memorias de esos lunes. No necesito caracoles para escuchar la profundidad, porque la calma se me hizo carne; no necesito nada más que un recuerdo que me devuelva a la libertad del monte.
Una última escena mezcla, como el agua, la vida y la muerte, la eternidad y el instante. El sol de la tarde vuelve de plata el río que crece. La corriente es violenta y me empuja el cuerpo para un costado, nos metimos a sacar el trasmallo a pocos cientos de metros de la orilla que empieza a mojarse con la crecida. El pelu lleva en la mano una bolsa de arpillera para juntar los sábalos y pejerreyes. Los que quedaron atrapados en la red hacen fuerza, no podemos arrastrarla. Sacamos de a uno. Siento en las piernas el roce de los que no cayeron en la trampa. Nadan y saltan alrededor nuestro como chispas plateadas mientras el día se muere. La bolsa robusta, las manos lastimadas, el río es una furia de ruido y olas.
Juntamos las cosas y pegamos la vuelta. La ruta callada se llena de grillos y estrellas.
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Mariana Peluso es más “Nana” que Mariana, y sólo se da vuelta en la calle si la llaman por su apodo. Periodista de oficio, aunque a mitad de carrera en la Universidad de la Plata, encontró en la comunicación el espacio para hacer de la escritura una forma de vida. Moza, cajera, administrativa y panadera por herencia y para amigas, extrae de la experiencia los insumos para que los textos respiren. De identidad, lesbiana y platense. Orgullosamente empleada pública y trabajadora de Feminacida, medio de comunicación digital feminista. Mantiene un amor no correspondido con el fútbol desde la infancia.